20 jul 2003

Hugo Pitti y su Banquete en el templo de la ciudad de Deshnoke: una novela surrealista atrapada en un cuadro

Es el arte, y sólo el arte, el que nos revela a nosotros mismos.
Oscar Wilde


Un relato escondido

Guy de Maupassant dejó escrito: “Todo buen relato es, por supuesto, a la vez un cuadro y una idea; y mientras más se funden ambas cosas, mejor se resuelve el problema”. La última obra de Hugo Pitti, su Banquete en el templo de la ciudad de Deshnoke, responde a esta filosofía pero a la inversa: el monumental cuadro (1830 x 6200 cm) —que ha creado expresamente para la imprenta Producciones Gráficas, en Los Majuelos, La Laguna (S.C. de Tenerife)— esconde un intenso relato y mucho más que una idea.  Y es que si algo destaca en este óleo es la coherencia con la que el artista tergiversa una trama de índole surrealista y de tintes claramente autobiográficos, combinados con no pocas referencias artísticas (Gericault y su Balsa de la Medusa, Durero y su Adán y Eva), así como una intertextualidad que reivindica la literatura fantástica infantil (El maravilloso Mago de Oz, de L. Frank Baum o Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll), y también diversas letras de canciones populares (como Seven tears, de la Goombay Dance Band, 1982, o Vale que te quiero, de Andrés Calamaro). Además, de forma casi inconsciente, Pitti utiliza procedimientos medievales: en un solo cuadro representa toda una secuencia narrativa, al repetir al mismo personaje (su autorretrato) en situaciones distintas (sentado en la mesa, en el barco a punto de hundirse, o junto a Dorothy y el Leñador de Hojalata). Pero esta narrativa no sólo es de índole visual, sino que también está escrita con palabras nítidas entre los diversos recovecos de las formas y motivos, convirtiendo, a su vez, a la grafía en una textura más de su inmensa imagen.

Caos aparente

El aparente caos de la escena de Pitti presenta una estructura compositiva armónica y equilibrada, pues su inextricable confabulación se desarrolla alrededor de un eje principal: una dilatada mesa (convertida en barco en su parte izquierda) que se extiende por todo el largo del cuadro, ocupando la franja central del ancho de su superficie. Cada uno de los personajes y motivos conforman un dinámico y acompasado ritmo que se intensifica por esas cortas y afiladas pinceladas con las que crea su particular textura; y esto dificulta el que exista una jerarquía visual clara, ya que son muchos los motivos que compiten entre sí por llamar la atención. Además, en los escasos huecos que quedan libres, Pitti escribe diversos fragmentos de su personal ficción. Una ficción donde persiste su pensamiento fatídico, ominoso y melancólico, combinado con una dosis de sarcasmo y un pronunciadísimo humor lúdico-cáustico-nihilista: Pitti ha optado por reírse de todo, hasta de sí mismo.

Horror vacui

En este óleo, en el que ha trabajado intensamente, durante más de seis meses, Pitti ha consolidado una estética personal que ya venía forjando en los últimos años; un estilo que es miscelánea de un realismo mágico y un surrealismo expresionista, así como de un pronunciado barroquismo en su obsesión por plasmar hasta el último detalle y no dejar que ni un solo elemento respire, pues Pitti lo invade todo con un asfixiante horror vacui. Para ello, el pintor se vale de una técnica meticulosa hasta la extenuación, pues, a pesar de la enorme superficie el artista trabajó intensamente durante más de seis meses con un pincel de una sola fibra.

Indicios de un desasosiego

La escena se sitúa en uno de los comedores del Templo de las Ratas de Deshnoke, en la provincia de Rajasthán, en la India. Allí, el artista ha sido invitado a un gran banquete, junto a un amplio grupo de súbditos de Luis XIV, rey de Francia, y esto se puede adivinar por sus vestimentas, con mangas adornadas de ricos encajes venecianos y por sus pelucas de pelo natural que evocan la moda del país galo de finales del siglo XVII. No obstante, Pitti acude vestido de camarero, emblema personal de su tristeza, debido a la angustia y desazón que le ocasionó, hace unos años, su asistencia a un curso para aprender el oficio de camarero. El artista está sentado en uno de los extremos de la mesa y no ha probado bocado, al contrario llora recostando su cabeza sobre una mano. Además, con su mano izquierda, Pitti sujeta el cáliz de su amargura, rebosante de lagartos, y del, como si de una apesadumbrada fuente se tratara, no para de manar agua: se trata de otro símbolo particular de su aflicción y que, esta vez, evoca su etapa en la isla de El Hierro, impartiendo clases en un instituto, un trabajo que, igualmente, le produjo cierto pesar y desazón, como él mismo ha confesado.

Mutaciones de una fauna

Aunque a Pitti le “repugnan” los roedores, ha acudido al banquete pensando que tal vez allí encuentre algo de fortuna, pues en este santuario indio existe la creencia de que si una rata toca al visitante éste tendrá suerte para toda la vida. Por este motivo, el artista ha poblado el cuadro de ratas y ha elegido este templo como escenario de su ficción.
Sin embargo, las ratas no son los únicos animales que adquieren protagonismo en el cuadro. Al contrario, una amplia y variada fauna se constituye en esta ocasión como una de las inagotables fuentes que permiten a Hugo desbocar su imaginación; todo ello mediante los recursos de la metáfora, la transformación, la permutación, el pandemónium visual y, también, de la “figura jerarquizada no reversible”, según la retórica del Grupo µ. Así, imitando el proceso compositivo de los retratos de Giuseppe Arcimboldo, las cabelleras postizas de los súbitos del Rey del Sol, sin perder su función de pelucas, se han convertido en manatís, tucanes, koalas…. Además, muchos rostros están desfigurados o permutados con rasgos felinos o avícolas; al adoptar caracteres zoomorfos, estos humanos se están convirtiendo en seres híbridos grotescos, teratológicos pero inofensivos, un hecho que podría leerse como una burla o ironía de este artista hacia el hombre en general, y que remite directamente a El Bosco, a Francisco de Goya (homenajeado por Pitti en diversas ocasiones) o al surrealismo europeo.

El mar de lágrimas

El comensal vestido de camarero es el causante de la inesperada catástrofe que está teniendo lugar en la animada fiesta; pues, a pesar de que tres de los asistentes al banquete intentan consolarlo, Pitti no se ha podido reprimir: llora y llora hasta formar un mar de lágrimas que inunda la mesa-barco. Buena parte de los invitados son ajenos a esta tragedia y conversan, bromean o se ríen, como si nada de extraordinario sucediese. Pitti se refiere así a esta parte de la escena: “...ignorando lo que sucedía a su alrededor brindaban alegremente incluso sin darse cuenta de lo más importante en aquel momento: ¡Yo estaba llorando! y ellos a lo suyo (recordé que “de esos” me he topado yo ya con algunos...)”.
Además, el artista interpreta “lo absurda que puede llegar a ser la vida”, al pintar a ese grupito de individuos que intentan atajar este mar con sus propias manos o con una palangana, “como si el líquido elemento se pudiera coger así de esa manera sin que se te escape de entre lo dedos”. Sin embargo, por estas aguas inestables ya navegan dos barcos de velas. Además, el intencionado soplo de dos comensales ha ocasionado un gran temporal y ha hundido a una de las carabelas. Muchos de sus tripulantes mueren ahogados, mientras que otros consiguen salvarse y navegan moribundos sobre una balsa; en este caso, se trata de una alusión a la Balsa de la Medusa, de Théodore Géricault. Los náufragos intentan salvarse agarrándose a lo primero que encuentran: copas, platos, vasos..., de este modo, Pitti representa “lo dura que es la vida”.
La otra embarcación sigue a flote, pues en ella viaja el artista, quien no tiene ninguna intención de hundirse en las profundidades del océano. Sin embargo, Pitti no está a salvo: una extraña nave sobrevuela y bombardea su carabela; “y también, desde la orilla, unos soldados de infantería están lanzando cañones dirigidos por uno de los comensales, situado unos cuatro puestos más allá hacia mi derecha: ¡Maldito sea! ¿No ve que dentro del barco voy yo? En fin, siempre habrá gente sinvergüenza en este mundo”.

El Génesis

En este intento por explicar el origen de su mala suerte, Hugo se remonta a los principios del mundo y, como si de un espejismo o de una ensoñación se tratara, de repente, percibimos el florero del banquete permutado en el árbol del Bien y del Mal, con la serpiente enroscada, ofreciéndole a Eva la manzana de la discordia. Detrás, aparece el arcángel encargado de expulsarlos del Paraíso, mientras “un señor con un raro tocado en forma de buey almizclero se afana en frenar el avance de las olas para que no arrasen el árbol”. Igualmente, el diablo, representado con cuernos y tridente, trata de impedir que las aguas turbulentas borren la historia del pecado original. Tampoco falta Judas, quien ha confundido el Banquete con la Última Cena.

Más anomalías

Las extravagancias de los invitados se manifiestan repetidas veces con nuevas anécdotas y detalles, como las diversas calaveras que unos sostienen entre sus piernas y otros con sus manos, como si se trataran de sus mejores mascotas; o la idea de colocar el cadáver de un mono entre las deliciosas frutas frescas recién servidas; o, esa mujer que, mientras corre cargando con una vela, se ríe de una madre que llora desesperadamente transportando en sus manos un cajón con su hijo muerto dentro; o, también, el martirio que están causando otros comensales a un elefante, situado en la popa de la mesa-barco, al que han apresado con dos cuerdas, para divertirse observando cómo el indefenso mamífero trata de librarse de las ratas que suben a su lomo; y muchísimas otras historias que se van descubriendo a medida que se contempla cada pequeño rincón de esta enorme superficie.

Nueva búsqueda de la fortuna

Entre tantas anécdotas y situaciones, reaparece el protagonista, quien se da cuenta de que, en realidad, lo que le “ahoga” es su falta de suerte. “No tenía ni un gramo de la preciada especie, que hace que todo en la vida se haga más agradable ¡y decidí echarme a andar por el caminito de baldosas amarillas. Me acordé del Mago de Oz y de que a lo mejor él era el único que podía darme algo de la dichosa suerte que tanto ansiaba. No lo dudé dos veces y le hice caso a Dorita y me agarré del brazo del Hombre de Hojalata que, a su vez, estaba cogido al del León y éste al del Espantapájaros, y nos pusimos a caminar rumbo a la ciudad Esmeralda”. En su recorrido, Pitti tropieza con un conejo que “tenía prisa por llegar a no sé que sitio antes de las seis, porque si no, no sé quién le podía cortar la cabeza”. Entonces, la niña Alicia aparece desde detrás del árbol florero, persiguiendo al conejo. Pitti ha escrito: “(...) Al final, supe que una señora que se deslizaba por los lomos del elefante era el personaje al que el conejo tanto temía: ¡Era la Reina de Corazones!, dada a rebanar cabezas a los súbditos de su país que infringieran la ley que ella misma había dictado. ¡Y yo le doy la razón! (En parte) porque si hay que estar en determinado sitio a las seis ¿por qué has de llegar mucho más tarde de lo convenido? A veces, yo mismo debería cortar cabezas a la gente que abusa de mi buen talante. En fin, siempre puedo acudir a la Reina de Corazones para que me alargue un cabo”.

El entierro

Un jacamar transparente circula por encima del agua portando en su pico una cinta con una leyenda: “¡Este cuadro lo hizo sin pena ni gloria Hugo Pitti, como queriendo pasar desapercibido, como este jacamar transparente!”. Y el artista prosigue así su mordaz relato (cambiando de voz narrativa y eligiendo una mirada desde el exterior): “Todavía hoy me pregunto quién sería ese tal Hugo Pitti, por lo visto debía ser alguien que pinta cuadros. El pobre, no le arriendo la ganancia...”. En la popa del barco-mesa, junto al elefante, Pitti ha pintado una fosa para “enterrar vivos” a las personas que, “que queriéndose pasar por amigos míos, me han hecho mucho daño. Desde aquí veo que hay gente alrededor del hoyo. Deben ser los que asistieron al sepelio e incluso veo a un sacerdote que da el último responso”. Una nueva paradoja es comprobar cómo el sepultero está más pendiente de atiborrarse de los majares del Banquete que de su propio trabajo: enterrar a esas gentes. El autor ha vuelto a sumergirse de lleno en su propio relato y lo cuenta desde dentro como personaje-protagonista: “...me pregunto si sería bueno que, de una vez por todas, acabaran de hundir el barco, que aún sigue a flote y en el que yo me encuentro, para terminar ya con tanto desazón” (...).

El artista concluye su historia dando a entender que, en realidad, nada de lo que ha contado ha ocurrido todavía, tal vez, todo ha sido una pesadilla o una quimera... entra así, como sin quererlo, en el eterno juego del arte dentro del arte y en el interminable galimatías sobre los límites entre ficción y realidad. Además, el pintor-escritor dicta un juicio moral sobre su narración, remontándose a esa vieja tradición tan propia de los cuentos antiguos y desvelando un pensamiento virulento —un reflejo más de que su arte es el mejor mecanismo que dispone para defenderse de una sociedad caníbal, y que demuestra que este creador está en sintonía con esa filosofía que considera el arte —en palabras de Picasso— “un instrumento de guerra para atacar al enemigo...”, pues, concluye Hugo Pitti: “Puede que al final estuviera bien que se produjera ese hecho, que brotaran mis lágrimas y rebosara el cáliz de amargura para que el mar no dejara en pie títere con cabeza”.


FUENTE BIBLIOGRÁFICA: MORALES JIMÉNEZ, ELENA. "Hugo Pitti y su Banquete en el templo de la ciudad de Deshnoke, una novela surrealista atrapada en un cuadro”. En: Hugo Pitti, 1992-2003. Producciones Gráficas, S.L. Tenerife 2003.